viernes, 17 de noviembre de 2006

MAURICE RAVEL (1875-1937)

Pavana para una infanta difunta

En el Grove Dictionary of Music and Musicians (edición empolvadísima -pero bella- de 1918) encontramos que una pavana es: “Una danza cortesana del siglo XVI y principios del XVII. Existen cientos de ejemplos en las obras de la época para conjuntos, teclado y laúd; entre ellas muchas de las más inventivas y profundas composiciones del período renacentista tardío. La pavana tuvo casi con toda certeza un origen italiano ya que tanto ‘pavana’ como ‘padoana’ son adjetivos que significan ‘de Padua’, por lo que presumiblemente dicha ciudad dio nombre a esta danza. Algunos musicólogos, sin embargo, han sugerido una posible derivación del vocablo castellano pavón o pavo real, basados en una supuesta semejanza entre los dignos movimientos de la danza y el despliegue de las plumas de un pavo real. La pavana es de carácter sosegado y fue empleada con frecuencia a manera de danza procesional introductoria... Según prescribía Arbeau, la música de una pavana debía ser invariablemente de métrica binaria (es decir, dos o cuatro tiempos por compás según las transcripciones modernas) y debía consistir de dos, tres o cuatro secciones de estructura métrica regular, cada una repetida.”
Con esta definición en mente nos percatamos por qué esta danza tan elegante significaba tanto para un personaje refinado como lo fue Ravel. Seguramente fue en la clase de composición de Gabriel Fauré que Ravel encontró inspiración en la forma de la pavana para escribir una; en este sentido, podemos encontrar el antecedente directo de la Pavana de Ravel en la hermosa y atmosférica Pavana Op. 50 que escribiera Fauré en 1886 con un coro ad libitum que canta un texto de Robert de Montesquiou.
Fue en 1899 que surgió la Pavana para una infanta difunta como una pieza pianística que su autor, ni tardo ni perezoso, dedicó a la princesa Madame Edmond de Polignac, especialmente porque a este hombre le subyugaba codearse con el jet set francés, y qué mejor oportunidad que ofrendar su delicada partitura a una distinguida mecenas de las artes en París. En su versión original para piano solo se estrenó esta Pavana el 5 de abril de 1902 (junto con los Juegos de agua del mismo autor) en un concierto auspiciado por la Sociedad Nacional en la Sala Pleyel parisina con uno de los grandes amigos de Ravel: el fantástico pianista catalán Ricardo Viñes. La pieza gozó de un éxito instantáneo en tiempos en que Ravel se disponía a escribir su Cuarteto para cuerdas y había realizado incontables partituras para el célebre Premio de composición de Roma. Aún así, tuvieron que pasar unos ocho años para que Ravel, consciente y orgulloso de sus incuestionables dotes instrumentales, tomara la Pavana para piano y la transformó en una obra orquestal que ensalza su elegancia original y logra ambientes muy sugerentes gracias a su orquestación vaporosa, delicada y transparente, en la que en todo momento -y desde el principio- se luce el corno francés. En esta forma fue presentada por vez primera en Manchester (Inglaterra) bajo la dirección de Sir Henry Wood, en una serie de conciertos denominada Gentlemen’s Concerts (¿Conciertos sólo para caballeros??) El 27 de febrero de 1911.
Al escuchar el original para piano y su posterior orquestación, la Pavana para una infanta difunta de Ravel puede sugerirnos varias sensaciones casi visuales, especialmente en una época en la que predominó el impresionismo pictórico (y el musical con Debussy). No por ello debemos ubicar a Ravel dentro de esa corriente (así es, con todo respeto lo afirmo pero Ravel NO fue impresionista); aunque han habido varios que trataron de imponer textos o imágenes específicas a la fuerza a esta Pavana. Sarcástico y ácido en sus comentarios como siempre se distinguió Ravel, alguna vez dijo que llamó así a esta obra pues “le gustaba el sonido de sus palabras en conjunto: Pavane pour une Infante Défunte”, nada más por eso. Seguramente Ravel pasó de largo que las pavanas eran tocadas en iglesias como gesto de veneración para dar el último adiós a los muertos, de acuerdo a antiguas tradiciones españolas (y mire que Ravel llevaba harta sangre vasca en sus venas). Igualmente curioso es saber que la autocrítica devastadora de este francés no estuvo exenta en la Pavana (como años después ocurriera con su Bolero), al sentenciar que “su forma es bastante pobre” debido a la “influencia excesiva de Chabrier”. Así encontramos que no fue tanto la Pavana de Fauré la que influyó en esta partitura de Ravel, sino el Idilio de las Diez piezas pintorescas (1881) de Emmanuel Chabrier.Como quiera que sea y olvidando todo lo anterior, ¿acaso no es bello escuchar esta música frente a una escena acuática de Monet, algún cuadro de Seurat como Un Dimanche d’été à l’lle de la Grande Jatte o Le Seine au Courbevoie, o el evocativo Columpio de Renoir?

RICHARD WAGNER (1813-1883) Parte IV y final

Götterdämmerung (El ocaso de los dioses)
La introducción de la ópera comienza en aquella roca de las valquirias donde reposaba Brünnhilde. Ahí están ella, Siegfried y las tres Nornas que tejen las cuerdas del destino. Para no ir más lejos, estas mujeres cuentan (¡desde el principio!) la historia de los dioses, el oro, la espada, los gigantes, etc., etc., etc. A fin de cuentas, dicen que un terrible día Loge abrasará a los dioses. Cuando hablan de Alberich y sus cuerdas se rompen, las Nornas saben que el ocaso de los dioses está por llegar. Y dejan solos a Brünnhilde y Siegfried.Amanece. Brünnhilde toma su corcel mientras Siegfried se arma hasta los dientes para buscar a Wotan. El valiente joven le pide a Brünnhilde que, a cambio del anillo, le permita usar su caballo para enfrentarse a la aventura. Y así Siegfried comienza su viaje hacia el Rhin, acompañado por los sonidos de su fiel cuerno.
El primer acto transcurre en el gran salón de los Guibichungos, comandados por Gunther. También están ahí su hermanastro Hagen y su hermana Gutrune. Tanto los Guibichungos como estos personajes son la representación de la sociedad humana agresiva, una civilización y una era que ya están en decadencia. Ninguno de ellos está casado, por lo que el asunto de Brünnhilde dormida en medio de un círculo de fuego y el apuesto y valiente Siegfried sale a la plática. ¿Por qué no casarse con ellos? Hagen piensa que si Siegfried es capaz de rescatar a la hija de Wotan, entonces el héroe se casaría con Gutrune y Gunther con la otrora valquiria. Llega Siegfried con los Guibichungos después de su recorrido por el Rhin. Al reconocerlo, y percatarse que el preciado anillo de los nibelungos hecho con el oro del Rhin está en poder de Brünnhilde, Gutrune le ofrece al muchacho una bebida con una droga que le provocará olvidarse de su querida valquiria-tía-novia. Con esa pócima, Siegfried abre los ojos ante la segunda mujer que ha visto en su vida y se enamora al instante de Gutrune; para no perder tiempo, pide su mano. Ante la insistencia de los hermanos, Siegfried asiente en llevar ante ellos a Brünnhilde haciéndose pasar por Gunther gracias al yelmo mágico (no vaya a creer que ya había desaparecido). Al pactar este asunto con sangre, y que ahora convierte a Siegfried en hermano de Gunther y Gutrune, dejan a un lado a Hagen. Corren en búsqueda de Brünnhilde. Hagen se queda a solas y descubre (como por acto divino) que él es, en realidad, hijo de Alberich, y que debe apoderarse del anillo.
Ahora regresamos a la roca de las valquirias. Se aproxima una de sus hermanas, Waltraute, en su corcel volador, y le comunica los últimos acontecimientos allá en las alturas, en el Walhalla. Le dice que Wotan está reunido con todos los dioses, valquirias y demás seres que lo consecuentan; el dios ha proclamado que sólo podrán salvarse si el oro del Rhin es regresado a las hijas del río (¡qué novedad!). Pero su hermana le dice que ni por todo el oro... del Rhin... entregará el anillo que su amado Siegfried le dio en símbolo de fidelidad y cariño (¡qué sorpresa le espera!), y prefiere que fenezcan los dioses. Waltraute tiene que regresar al Walhalla con pésimas noticias.El círculo de fuego que rodeaba a la valquiria se aviva, aparece a lo lejos el amado tocando su cuerno característico y Brünnhilde sale a su encuentro. Pero algo anda mal; él viene con el extraño Gunther. El muchacho drogado por Gutrune insiste en que la hija de Wotan deberá ser poseída por Gunther. Ella estalla en ira y maldice a su padre (aunque nada tiene que ver) y confía en que el anillo le dará la fuerza para que todo se solucione. Ante los sorprendidos ojos de Brünnhilde, Gunther le arrebata el anillo. El obnubilado héroe promete ante su espada que respetará a la nueva novia de su (también nuevo) hermano de sangre.
En el acto II encontramos a Hagen quien se encuentra en vela en el castillo Guibichungo. Alberich llega ante su hijo (de alguna forma desconocida) e insiste en que debe propiciar la perdición de Siegfried para apoderarse del anillo. Al amanecer aparece Siegfried por los aires (con el poder que le ha dado el yelmo). Viene de la roca de las valquirias, y confirma que Brünnhilde llegará con Gunther desde el Rhin. Gutrune se pone celosa por lo que pudo haber entre su flamante novio y la valquiria, pero cualquier sospecha desaparece al comenzar los preparativos nupciales de Gunther. Entretanto, Hagen convoca a las armas a los Guibichungos y los alerta para lo que pueda ocurrir durante la boda. Llegan Gunther y su novia y son aclamados. Aparecen también, muy acurrucados, Siegfried y Gutrune, lo cual pone histérica a Brünnhilde. Pero algo hay de extraño en la escena: Siegfried lleva el anillo que, al parecer, le había arrebatado su futuro esposo. Entonces ella acusa al apuesto joven de ser amante... ¡de Gunther! Siegfried acalla tal acusación jurando ante la lanza de Hagen, pero ella insiste en que esa lanza deberá atravesar a quien haya causado tal perjuro. Al retirarse Gutrune y Siegfried, Brünnhilde -ciega de locura y dolor- confía a Gunther y Hagen que la parte débil de su “ex” es la espalda, por lo que planean matarlo al día siguiente en una cacería.
En el acto III regresamos a los márgenes del Rhin. Las doncellas del río cantan añorando el oro que les fue arrebatado tres óperas y media atrás. Llega un cazador a saludarlas. Es Siegfried. Le ruegan que devuelva el oro convertido en anillo a donde proviene, pues de no ser así todos morirán. Siegfried, famoso por no tenerle miedo a nada (no tanto por valiente, sino porque no sabe lo que es el miedo) se burla de ellas. Suenan los cuernos de caza y se aproximan los Guibichungos con Gunther y Hagen. Éste último insiste en que el mancebo cuente su historia. Así nos volvemos a enterar de la infancia y adolescencia de este muchacho en la cueva de Mime. Hecho lo cual, Hagen le da a beber un nuevo brebaje que será el antídoto para que recuerde su amor por Brünnhilde. Al recobrar la cordura, pronuncia el nombre de su verdadera amada, al tiempo que ve volar en el cielo dos cuervos. En ese momento, siente un estertor: la lanza asesina lo ha atravesado por la espalda. Su último aliento es en recuerdo de su Brünnhilde. Se escucha la marcha fúnebre de Siegfried e impera la oscuridad.
La escena cambia al castillo Guibichungo. Gutrune no logra conciliar el sueño y nota que Brünnhilde no está en sus aposentos. Hagen, siniestro como él solo, arriba al gran salón proclamando la muerte de Siegfried cuyo cuerpo está ahí, inerte. Y se arma la de San Quintín: Gutrune le reclama a Hagen, y el hermanastro escucha las acusaciones de Gunther. Harto de ellos se declara culpable, pero aprovecha para reclamar el anillo. Se lanza a sacarlo del dedo del cadáver de Siegfried y en ese instante, como recobrando la vida, se alza la mano del héroe que deja atónito al bastardo. Brünnhilde aparece y a todos dice que es mentira que Gutrune fuera desposada por Siegfried. Así ordena que se construya una pira fúnebre junto al Rhin para incinerar el cuerpo de su amado. Mientras la hija de Wotan profiere ese monólogo comprendemos que -efectivamente- el mal de todos ellos ha sido provocado por la trasgresión del orden por el dios y su consecuente envilecimiento. Al estar en la pira, donde Siegfried es reducido a cenizas, Brünnhilde ofrenda el anillo a las doncellas del río, y montándose en su fiel corcel ella también se lanza a las llamas. El fuego se propaga, el río sale de su cauce y en la tragedia que los envuelve las náyades logran recuperar los restos de la pira y, en consecuencia, el añorado anillo forjado con el oro que les fue arrebatado. Hagen intenta impedirlo pero es arrastrado al fondo del Rhin. Las llamas alcanzan la bóveda celeste y al palacio del Walhalla. Tal como se había vaticinado Wotan, dioses, héroes y demás personajes, mueren inmolados. Todo se reduce a cenizas. Desde la profundidad del Rhin relumbra nuevamente el oro, mientras sus doncellas juguetean entre las ondas del río. Sobre las voces de las náyades se alza emocionante el tema que caracteriza a Sieglinde al saberse embarazada, como una reminiscencia del renacer de la cosas y la Naturaleza. En el horizonte despunta el amanecer.

RICHARD WAGNER (1813-1883)

El anillo de los nibelungos (Parte III)


Siegfried (Sigfrido)
El descendiente de Siegmund y Sieglinde, Siegfried, está ya en su mocedad y vive con el nibelungo Mime. Se preguntará usted ¿cómo llegó ahí? Pues muy fácil: un día Mime vio vagando por el bosque a Sieglinde; él la ayudó en los momentos finales de su embarazo, y muere al dar a luz a Siegfried. Debido a ello Mime se hizo cargo del infante en su cueva.Regresando a la juventud de Siegfried: Mime no comprende cómo el muchacho es capaz de romper todas las espadas que le forja en la fragua; pero también está consciente en que debe recuperar la legendaria espada Nothung para que en manos del joven héroe derrote a Fafner y recupere el tan añorado tesoro de los nibelungos. Aparece Siegfried en la cueva arrastrando a un enorme oso que ha cazado en el bosque. No resulta improbable que Siegfried odie a Mime (es más, le repugna). Al llegar se enfrasca en una acalorada discusión con el enano nibelungo. El adolescente insiste que él no puede ser su padre pues ha visto en el bosque que las crías se asemejan a sus progenitores. Tan furioso está el muchacho que Mime le revela la historia de Sieglinde y Siegmund, de cómo nació en medio del bosque y de la existencia de la espada heredada, mostrándole sus añicos. Siegfried está feliz por el hallazgo de la espada, y (ahora sí, bien contento) le ruega a Mime que reconstruya los pedazos en la espada vengadora mientras él se va al bosque. Mime está temeroso de no poder lograr esa tarea; pero estando en esas aparece un anciano hombre con ropajes azules (¿le suena?) y le pide al nibelungo que lo reciba. Éste, sintiéndose acosado, le dice al anciano que se retire, pero el otro insiste en que habrá de apostar su cabeza contra la de Mime en un torneo de destreza mental. Así, la tercera de las preguntas que debe contestar Mime es harto comprometedora: ¿quién podrá reparar Nothung? Mime... se queda mudo. Entonces, el anciano (que como podrá usted imaginar es Wotan) le asegura que únicamente aquel que no conozca el miedo podrá forjar esa espada.
Mime se queda asustadísimo a la partida de Wotan personificado como anciano. Al regreso de Siegfried, Mime sabe que el inocente muchacho no conoce ni la palabra “miedo”. Siegfried se convence al sentir deseos de matar con su espada al gigante Fafner y una vez decidido quién forjará la espada el muchacho pone manos a la obra, y con certeros golpes regresa “a la vida” a la espada. Para hacerle ver al nibelungo cuán poderosa es, la blande sobre su cabeza y con un golpe rompe en dos el yunque de Mime. Mientras, el enano mezquino prepara una pócima letal para que Siegfried la beba después de matar al dragón y él sea quien disfrute del tesoro.La escena cambia. Todo se torna oscuro y se escucha el tema de Fafner, seguido por motivos de destrucción. Hemos accedido a la cueva del gigante en medio de una noche profunda. Fafner, convertido en dragón, cuida celosamente el tesoro adquirido, mientras fuera de su cueva está Alberich esperando que en un momento de incertidumbre pueda quitarle el oro del Rhin al malvado gigante. Llega Wotan disfrazado de anciano a la cueva, pero Alberich lo reconoce. Trata de convencerlo para que le diga a Fafner que de una vez por todas olvide sus maldiciones y regrese el tesoro. Alberich es intransigente e intenta alertar al dragón de los propósitos de Wotan. Pero el dragón está profundamente dormido. En el momento en que dios y rey nibelungo se separan, llega el apuesto y musculoso Siegfried junto con Mime para combatir contra Fafner justo al amanecer. El héroe está embelesado con la tranquilidad del bosque; recostado en un árbol junto a un manantial piensa en cómo habrán sido sus padres; desea imitar los gorjeos de los pajarillos con un carrizo; se escuchan los murmullos del bosque. Al no poder imitar los sonidos de la naturaleza, Siegfried toma el cuerno que le ha forjado Mime y lo toca. Pero ese sonido despierta finalmente al dragón-gigante Fafner. Luchan a muerte y el joven -astuto e igualmente inocente- clava su espada en el corazón del dragón, que antes de expirar desea contarle a Siegfried la historia de por qué tiene ese nombre (un dragón que habla... yeah, right!). Sin embargo, el dragón exhala su última bocanada de fuego y su sangre moja los dedos del muchacho, quien siente que éstos se queman. Se los lleva a la boca y por acción de esa sangre ahora Siegfried tiene el poder para comprender las voces de los pájaros del bosque.
Con tan envidiable capacidad, un pajarillo le dice que debe entrar en la cueva y apoderarse del tesoro de los nibelungos (el oro del Rhin y el yelmo mágico Tranhelm). Corre y encuentra el codiciado tesoro, mientras Alberich y Mime están en la entrada de la misma esperando apoderarse de lo que durante casi tres óperas han añorado. Al intentar salir de la cueva, llega otro pajarillo y le dice al muchacho que esté alerta del brebaje mortal que el malicioso Mime quiere que ingiera. Por supuesto, al ver el enano al héroe salir de la cueva con el tesoro comienza a adularlo. Siegfried (inocente, sí, pero no tarugo) levanta su espada y da muerte a Mime, lanzando su cuerpo al interior de la cueva que será taponada con el cuerpo del dragón.
Más mensajes del pajarillo: resulta que le cuenta a Siegfried sobre Brünnhilde, que se encuentra dormida rodeada por un círculo de fuego, esperando al héroe que le abrirá los ojos. Entusiasmado, Siegfried va tras el pajarillo que le mostrará el camino (otra interrogante: ¿de dónde sacó el pajarillo tanta valiosa información?).En el acto III vemos a Wotan invocando a Erda durante una (¿otra????) tormenta. Le dice que ya no teme por la destrucción de los dioses pues bien sabe que el salvador es Siegfried, y que estará de acuerdo que se quede con Brünnhilde (en caso de encontrarla). Al desaparecer Erda, Wotan espera ansioso el paso de Siegfried (quien es, como bien pude intuir, nieto del dios). El joven se encuentra con Wotan en el camino y su abuelo (sin saber el muchacho de quién se trata en realidad) comienza a hacerle diez mil preguntas (de Mime, de Alberich, del dragón, de la espada...) que terminan por fastidiar a Siegfried. Wotan se pone furioso ante la actitud del joven y se interpone con su lanza en el camino que lo llevará a Brünnhilde. El dios le dice a Siegfried que esa espada que blande orgulloso destruyó alguna vez su lanza.
Entonces todo toma sentido para el héroe y reconoce en aquel dios al enemigo que dio muerte a su padre; para repetir la historia, destroza la lanza, Wotan desaparece y el mancebo continúa la búsqueda de la futura novia tocando feliz su cuerno. Llega donde está la roca rodeada de fuego; sin temor alguno cruza el círculo que desaparece y se apresta a descubrir a esa figura. Le quita el escudo y la armadura que le puso su padre, y se queda embelesado ante la belleza de esa dama; de hecho, en su corta vida silvestre en el bosque nunca había visto a una mujer, por lo cual no sabe lo que es, pero pronto lo averigua al darle un beso lleno de ternura en los labios. Invoca a la madre que nunca conoció. Brünnhilde, hija de Wotan, ex-valquiria, media hermana de Siegmund y Sieglinda, y -por si fuera poco- tía de Siegfried, abre los ojos ante el joven sabiendo que aquel es el héroe que vendría a rescatarla. Brünnhilde se horroriza al comprender que ese muchacho es sangre de su sangre. Pero la carne es débil y pronto la hija de Wotan reniega del Walhalla y se une a Siegfried en un canto apasionado (con el oro del Rhin hecho anillo de por medio).

RICHARD WAGNER (1813-1883)

El anillo de los Nibelungos, parte II


Die Walküre (La valquiria)
En medio de una tormenta inclemente, vemos la cabaña de Hunding y Sieglinde que se encuentra alrededor de un fresno. De pronto, entre rayos, truenos y lluvia, llega a las puertas de la cabaña un hombre que ha sido derrotado por un bárbaros, quienes lo despojaron de su escudo y su espada. Sieglinde, esposa de Hunding, siente compasión y lo invita a entrar para resguardarse de la tormenta. No sabemos cómo, pero con la fuerza de un rayo hay empatía entre el extraño hombre y la joven esposa. Al llegar Hunding comienza a interrogar al fugitivo. Él dice que viene de la tribu de los Walsung, y que ha vivido en el infortunio al perder a su madre en un incendio terrible, fue separado de su hermana y condenado a vagabundear por siempre. Hunding, al escuchar esa historia, reconoce en él a su enemigo y aunque le ofrece su techo para pasar la noche lo reta para que al despuntar el alba se batan en duelo. El fugitivo se queda a solas e invoca al espíritu de su padre, sabiendo que no podrá combatir sin la espada que le legara en vida. Además, en esa invocación el extranjero admite que se ha enamorado de la joven mujer. Sieglinde, quien también siente un afecto secreto por el enemigo de su marido, le da una pócima a Hunding para dormirlo y regresar con el huésped. Una vez juntos, ella relata al hombre cómo fue obligada a casarse con Hunding y cómo el día del banquete llego un anciano tuerto y con ropajes azules a clavar una espada (Nothung) en el fresno de la cabaña, profetizando que llegaría un valiente guerrero a arrancarla.
El huésped insiste en que él debe ser el guerrero elegido que igualmente libere a Sieglinde de Hunding. En el alborozo del momento ella le declara su amor, y pide le mencione el nombre de su padre. Cuál es la sorpresa de ambos al escuchar de boca del extranjero (llamado Siegmund) que su padre es Wotan. Sieglinde brinca de emoción pues Siegmund es su hermano gemelo (!!!). Entonces todo tiene sentido: la espada la clavó Wotan en aquel árbol para que su hijo la recuperara. Siegmund corre al árbol, arranca el arma y toma a su hermana gemela diciendo: “Novia y hermana eres para el hermano... ¡Brote, pues, de nosotros la estirpe de los welsungos!” Y corren a las profundidades del bosque.
En el acto II nos encontramos en un desfiladero en las montañas. Vemos a Brünnhilde, la valquiria favorita de Wotan (y, como era de esperarse, también su hija) que entona un canto guerrero arengando a sus hermanas valquirias para que ayuden a su hermano Siegmund en su batalla contra Hunding. Ello provoca la ira de Fricka, diosa del vínculo matrimonial, quien alerta a las guerreras de que los adúlteros Siegmund y Sieglinde deben ser castigados por su acción. Wotan intenta disipar el enojo de Fricka lo cual la pone más iracunda aún y se apresta a recordarle a Wotan de donde salieron las nueve valquirias: resulta que Wotan, quien erraba fuera del Walhalla, se encontró con la diosa de la tierra Erda y no tuvo más remedio que procrear con ella a las nueve niñas de un golpe. Después, nombrándose Wälse, se unió a una mortal para procrear otros dos hijos: Siegmund y Sieglinde, quienes ahora han violado (como llamado de la sangre paterna) las leyes del matrimonio. Wotan le insiste a Fricka que todo eso que él hizo (¡tooodo!) fue sólo para proteger a los dioses de aquella maldición proferida por Alberich. La situación es compleja, pues aún debe ser recuperado el oro del Rhin convertido en anillo y que posee el gigante Fafner. Pero él ya no puede hacerlo. Los welsungos (sus hijos gemelos) deben conseguirlo ante la desaprobación de Fricka quien se siente deshonrada por la perversa acción de los hermanitos. Brünnhilde insiste en que debe auxiliar a su hermano; va a su encuentro en un valle donde combatirán Siegmund y Hunding. Al comienzo del duelo, Brünnhilde interpone su escudo entre los dos, pero repentinamente aparece Wotan quien interviene con su lanza. La espada de Siegmund ha perdido su poder y se rompe en dos con la lanza de su padre. Hunding aprovecha la ocasión y atraviesa el cuerpo del joven, dejándolo sin vida. Sieglinde, embarazada por su hermano en fugaz instante (y sepa Dios en qué momento de esta aventura), se desvanece horrorizada. Fricka ha sido vengada, lo cual permite ahora a Wotan aniquilar a Hunding. Mientras ello ocurre, Brünnhilde pone a salvo a Sieglinde en la roca donde habitan las valquirias.
Ellas cabalgan hacia su hermana para ayudarla, pero se percatan de que Wotan persigue a Brünnhilde. Están temerosas de la huida de la valquiria con Sieglinde. La desmayada joven recobra el conocimiento y desea la muerte ya que Siegmund no está con ella. La valquiria le entrega los pedazos de la espada de su postrero amante y hermano gemelo, diciéndole que aquel niño que lleva en sus entrañas será un héroe y algún día blandirá una espada hecha con esos trozos. Él se llamara Siegfried (la Paz victoriosa). Sieglinde huye al bosque donde el gigante Fafner, convertido en dragón (no me pregunten cómo o por qué) resguarda el tesoro de los nibelungos. Mientras tanto, llega Wotan y arremete contra Brünnhilde, quien será castigada al ya no ser una valquiria, y su destino será el de una mujer normal que pierda su virginidad y se deje adueñar por un hombre igualmente mortal. Las otras valquirias piden la comprensión de su padre quien enfurece y las amenaza con el mismo futuro. Ellas, prefieren huir.
La terrible tormenta que se había desencadenado amaina. Wotan comienza a sentir remordimientos y Brünnhilde le insiste a su padre que si ayudó a los welsungos fue para cumplir los deseos de Wotan. El dios se muestra inflexible, y decide que la ex-valquiria dormirá eternamente rodeada por un círculo de fuego y que sólo el hombre que cruce por ese aro ardiente y la despoje de su virginidad podrá despertarla. Por supuesto, Brünnhilde insiste que ese hombre deberá ser un héroe. Wotan se despide de su hija, la tiende en una roca y pide a Loge que la rodee con ese fuego que deberá ser transgredido por aquel hombre valiente. La cubre con su escudo, la atavía con una armadura y la deja a su suerte.

RICHARD WAGNER (1813-1883)






















Der Ring des Nibelungen (El anillo de los nibelungos) I


El anillo de los nibelungos, la Tetralogía de óperas de Richard Wagner, constituye en la historia del arte uno de los más fascinantes esfuerzos que artista alguno haya alcanzado. En el caso de este hombre llamado con justicia “músico del futuro”, esta serie de cuatro óperas es la consecuencia del trabajo de toda una vida, y cómo exprimió hasta la última gota de su talento creador. Más que en otras de sus obras, aquí es donde Wagner se muestra ante nosotros como un ser humano completísimo: hombre, músico, pensador, literato, “médium”... Nos guste o no (wagnerómanos o anti-románticos), es justo reconocer en estas monumentales catorce horas de música uno de los proyectos más ambiciosos del pensamiento occidental. Su audición nos sugiere otros grandes esfuerzos de las más diversas civilizaciones: desde la construcción de las Pirámides de Egipto o México, la imponente Muralla China, o el trabajo artístico -magnífico, conmovedor- que alberga la Capilla Sixtina del Vaticano. Si de música tenemos que hablar, los ejemplos son reducidos pero no menos importantes: la sobrehumana colección de Sonatas de Domenico Scarlatti o de las Pièces du clavecin de François Couperin; el Opus Clavicembalisticum de Kaikhosru Sorabji; el añorado Misterium sonoro que quiso legar a la humanidad Alexander Scriabin; las Sinfonías de Haydn; y sin menospreciar los Cuartetos y Sonatas de Beethoven, frutos palpables de la revolución personal y artística de su autor.

Pasiones y conceptos
Es manifiesto que la genialidad y el férreo credo estético que caracterizó a Wagner provocaron reacciones encontradas (nuevamente, como pocos artistas han desencadenado en el devenir de la humanidad). Si bien Friedrich Nietzsche criticó acremente al también definido como “hombre de teatro, artista burgués y sumo sacerdote”, otros de sus colegas -en su tiempo- arremetieron contra los conceptos artísticos de Wagner: Johannes Brahms, el crítico Eduard Hanslick, Giacomo Meyerbeer, Héctor Berlioz, Robert Schumann, y -posterior a su muerte- Claude Debussy, quien encabezó una franca campaña para que las artes francesas rompieran los eslabones con el estigma germánico, incitado por el célebre autor de Tannhäuser.Andreas Kulge asevera: “Hacia mediados del siglo XIX Wagner había definido con detalles minuciosos la naturaleza, propósitos y método de su misión musical, que él declaró era una nueva doctrina de salvación, aplicable a todas las formas del arte. Su temprano entusiasmo por los repertorios italiano y francés cambió radicalmente al profundo desprecio por las óperas de Donizetti, Rossini, Auber y Halévy, que consideró superficiales y sin valor artístico. Bellini fue de los únicos nombres en el bel canto que se salvó de los ‘censores’ oídos de Wagner. Y esa afinidad musical no es un mero accidente. Bellini, el maestro de la imaginación melódica, se convirtió en modelo del concepto de Wagner del continuo fluir melódico realizado por vez primera en su ópera Tristán e Isolda.”
En este sentido de revolución artística, Marion Bless afirma: “El término ‘Gesamtkunstwerk’ (obra de arte total) se convirtió en un sinónimo de las reformas músico-dramáticas de Wagner. En una carta a Franz Liszt del 16 de agosto de 1853, se quejaba de las interpretaciones incorrectas de sus teorías y dijo: ‘Que todas mis explicaciones hayan resultado en esos términos desafortunados Sonderkunst (arte especial) y Gesamtkunst (arte total) han sido completamente imposibles’.(...) La idea de Wagner de crear un drama que toma forma de los ideales griegos del arte implica la existencia de un ‘público’ cuyo egoísmo declinará, y una sociedad en la que sus intereses privados y virtudes públicas emergerán. El carácter utópico de este plan culminó en la visión de que ‘todo’ debe 'participar activamente en la genialidad’. Como resultado de una lectura de Schopenhauer en 1854, Wagner redefinió su propia visión del futuro, y añadió la idea de la combinación de las artes en otro nivel. Sin utilizar el término ‘Gesamtkunstwerk’, diseñó un concepto que combinaba en términos de dramaturgia los ‘tres tipos de arte humano puro’, danza, música y poesía. En este ‘matrimonio’ surgió lo que Wagner llamó ‘La obra de arte del futuro’, que debía funcionar como ‘un elemento natural y fluido entre los caracteres más definidos y específicos de las otras dos formas de arte.’”

¿Cómo surgió El anillo...?
David Ewen: “Wagner se mostró interesado en las leyendas de su natal Alemania, Escandinavia e Islandia mientras trabajaba en su ópera Lohengrin. Hacia 1848, Wagner terminó un texto poético para una obra llamada La muerte de Siegfried. Debido a que un solo drama parecía insuficiente para recabar la historia de Siegfried, entonces decidió abordar una serie de episodios que narraran los eventos anteriores, como la juventud de este personaje, completándola en 1851. Aún insatisfecho, dio un nuevo nombre al primer drama, El ocaso de los dioses, y Siegfried al segundo. Además, comenzó a escribir uno nuevo, La valquiria, en 1852, y por último El oro del Rhin a manera de prefacio para toda la historia. Aunque esos dramas fueron publicados en privado en 1853, Wagner nunca pensó en ponerles música. Aún así, en ese mismo año ya tenía lista la música de El oro del Rhin, en 1856 la de La Valquiria, Siegfried en 1869, y El ocaso de los dioses en 1872.”Es decir que, si hacemos cuentas, El anillo de los nibelungos ocupó la cabeza de Wagner (desde su estado de gestación hasta su terminación) durante casi un cuarto de siglo.

El anillo...: orden y destrucción
Aunque Wagner pensó en Siegfried como el personaje principal en su Tetralogía, quien en realidad es la columna vertebral de la historia es el dios Wotan y su amor (¡ambición!) por el poder. Eso lo lleva en El oro del Rhin a construir el Walhalla. Esto no es otra cosa mas que un símbolo en el pensamiento wagneriano: el ansia de poder y riqueza que conduce a la destrucción de los dioses y los hombres. En palabras de Kurt Pahlen: “El camino de Wagner nos lleva del superhombre de Nietzsche al pesimismo abismal de Schopehauer, pero revestido por un simbolismo e ideología propias. Cada detalle en estas óperas es profundamente simbólico: la violación del oro del Rhin, la lucha de los gigantes por el tesoro, las acciones de Wotan quien siendo padre de Siegmund y Sieglinde les permitió cometer el doble crimen de adulterio e incesto; simbólica es, también, la eterna controversia entre Wotan y su esposa Fricka, quien es ‘guardiana’ del matrimonio.”En estricto sentido, esta Tetralogía nos presenta un concepto puro y diáfano que se transfigura al paso de la historia: el orden de la naturaleza y cómo es transgredido por la ambición de Wotan. Ángel Fernando Mayo señala: “Tomemos como ejemplo la degradación suicida de la naturaleza -a manos del hombre técnico- como espiral destructora donde tienen cabida la guerra, el genocidio y la explotación irracional de los recursos naturales. Ésta es una preocupación de hoy que pertenece arquetípicamente al núcleo del Anillo de los nibelungos. Otro tema relacionado con el anterior es el de la pérdida de la identidad individual y cultural del hombre de hoy, masificado, manipulado por si mismo y por los demás, devorado por un medio propagandístico que mediatiza sus decisiones y le hace suplantar sus intereses de individuo irrepetible por otros de casta o clase, artificiales, políticos, económicos o pseudosociales.”Así, desde los primeros acordes de la Tetralogía somos partícipes de ese orden de la naturaleza: las náyades de las legendarias aguas; la voz de Erda, madre de la Tierra en la que no habitan ni el bien ni el mal; el pajarillo del bosque, cuyos gorjeos alientan a Siegfried a abrir los ojos ante el mundo “real”; el corcel de Brünnhilde (Grane); los dos cuervos de Wotan. Por si fuera poco, las transformaciones de humanos a otros seres es importante: Alberich, rey nibelungo, se convierte en sapo y en serpiente, mientras que uno de los gigantes -Fafner- toma la forma de un dragón. Sin embargo, el orden natural habrá de cambiar desde el momento en que el oro de las profundidades del Rhin es robado: la perfección de la naturaleza es violada y el resultado es tangible, ya que ese daño cobrará las vidas de los dioses y los héroes en su acción por modificarla o poseerla.En “ la alborada de su ocaso” (si se me permite la frase), Wotan -desconsolado- observa la inminente destrucción de sus dominios a causa de la ambición. Es en esos momentos que pregunta a Erda: “¿Donde parará esta rueda?”. La respuesta es ambigua, incierta: todos mueren en una inmensa antorcha, el oro regresa a su lugar, parece que impera la redención, la salvación y el regreso al estado original de la naturaleza. Pero no es así: el acorde en mi bemol mayor que abre El oro del Rhin no se resuelve al final del Ocaso de los dioses. En otras palabras, el alfa no cierra en omega. No existirá, jamás, una respuesta inmediata, como ocurre en la existencia común de cualquier mortal. Ergo: todos somos dioses con la capacidad de convertirnos en nuestros propios verdugos.

Las cuatro óperas
Aquí presentaré una síntesis (!!) argumental de las cuatro óperas, para adentrarnos con facilidad a la materia sonora wagneriana. He de decir que, en ciertos momentos de la siguiente narración la presenta es la primera de cuatro entregas al respecto), mi cáustico humor sale a relucir de manera implacable, y usted podrá darse cuenta del por qué de tal decir. Sólo basta acotar que la primera presentación de este ciclo de dramas musicales (de forma integra) ocurrió en el templo operístico que el mismo Wagner diseñó en Bayreuth, los días 13, 14, 16 y 17 de agosto de 1876.

Das Rheingold (El oro del Rhin)
Las profundidades del Rhin. Al amanecer aparecen las hijas del río legendario que juguetean entre las aguas y resguardan el oro mágico que ahí se encuentra. Aparece el horrible rey de los nibelungos, Alberich, un ser repulsivo que intenta seducir a las ondinas. Un rayo del sol parece romper las aguas y revela ante los ojos del rey la mágica masa áurea. Entonces las náyades le informan que el oro, en su estado natural, es inofensivo, pero que esa misma inocencia podrá convertir en rey del mundo y el universo a quien lo posea y forje con él un anillo. Entonces Alberich decide que, si no puede poseer a las hijas del Rhin, su tesoro será el oro. Lo roba y corre inmediatamente a sus dominios.A medida que la luz comienza a filtrarse en las tinieblas, vemos la cima de una montaña donde se encuentran Wotan y su esposa Fricka, quienes contemplan la fortaleza que los gigantes Fafner y Fasolt han construido para los rectores del Walhalla. Fricka le recuerda a Wotan que el precio de tal palacete es altísimo: deben ofrendar a Freia (hija de Fricka) a los gigantes a cambio del duro trabajo. Lo cual a la mujer le parece infame e injusto. Freia es la diosa del amor, quien resguarda las manzanas de oro que permiten a los gigantes conservar su juventud. Wotan decide que este acuerdo cambiará con la ayuda de Loge, el escurridizo dios del fuego. Éste afirma que ha recorrido el mundo entero para encontrar aquello que deseen los gigantes y dejen en paz a la dulce diosa del amor.; sin embargo, falló en su intento. Los gigantes Fasolt y Fafner acuerdan con Wotan que olvidarán a Freia con una condición: que les entregue el oro del Rhin robado por Alberich. Wotan se niega, y los gigantes arrastran hacia ellos a Freia ante el estupor de los presentes. Loge insiste que la perdida de Freia provocará que los dioses dejen de ser inmortales. Así es que al verse Wotan derrotado, toma fuerzas y se lanza a las profundidades en busca de Alberich para que le entregue el codiciado oro. Los dioses escuchan el plazo impuesto por los gigantes: Wotan deberá regresar antes del atardecer con el botín; de lo contrario, el envejecimiento de Wotan y Fricka será inminente.
Wotan accede al Nibelheim (las cuevas de los nibelungos donde habita Alberich). Hay terror por doquier, causado por el nefasto tirano. Mime, hermano del rey, es obligado a construir un yelmo mágico (el Tarnhelm) que le permita al monarca- engendro viajar en espacio y tiempo sin límites, transmutarse en alguna otra figura y hacerse invisible. A la llegada de Wotan y Loge, Mime les advierte de la esclavitud en la que se encuentran los nibelungos, y de cómo Alberich se ha forjado un anillo con el oro robado a las hijas del Rhin. Alberich se da cuenta de la presencia de los dioses y los enfrenta con orgullo. Le dice que él será el rey del mundo con su anillo de oro y su yelmo mágico. Para demostrar sus poderes, toma el yelmo y se convierte en una repulsiva y enorme serpiente. Loge y Wotan lo desafían a que se convierta en un sapo con el Tranhelm. Y al momento en que ello ocurre los dioses toman preso a Alberich-sapo y lo llevan con todo y yelmo a la superficie.Llegan al Walhalla. Alberich desea recuperar su libertad ofreciendo el tesoro y el yelmo a Wotan. El dios añora con todas sus fuerzas el anillo y Alberich se resiste. Pero al momento en que Wotan lo obtiene, Alberich profiere tremenda maldición sobre el áureo anillo: “El anillo del señor será ahora el anillo del esclavo”. Con ello, todos los involucrados sufrirán con los desastres provocados por la maldición. Alberich, libre de sus captores, regresa al Nibelheim cuando los gigantes entran a escena con Freia para solicitar lo que se les prometió (y ya viendo el yelmo mágico, pues también lo codician). Wotan está indeciso, pero pronto escucha la voz de Erda desde el centro de la Tierra. Ella trata de convencerlo para que entregue esos tesoros pues el futuro de los dioses corre peligro. Wotan no tiene alternativa: se despoja del anillo y los gigantes pelean furiosos para quedarse con él. En esa acción, Fafner mata a Fasolt y huye con el tesoro. Pero...al avaro gigante parece que se le olvidó la maldición de Alberich sobre el anillo, que inmediatamente comienza su efecto maligno. Freia está a salvo. Wotan invita a los suyos a ocupar el palacio del Walhalla mientras se abre el cielo, se disipan las nubes y tinieblas gracias al dios de la tormenta (Donner) y aparece el arcoiris por el que los dioses cruzarán hasta las puertas del nuevo hogar. Desde las profundidades se escuchan los crudos lamentos de las hijas del Rhin.

PIOTR ILICH TCHAIKOVSKY (1840-1893)



























Primer concierto para piano y orquesta en si bemol menor, Op. 23

Para empezar esta nota, una de mis odiosas preguntas personales (que únicamente tienen la intención de hacernos, a usted lector y a mí, más cómplices, y no incomodar como algunos -o algunas- han declarado): ¿Usted les hace caso a sus “amigos” cuando critican agrestemente alguno de sus lados “negativos” o que a ellos no les cuadran? Pues cualquiera que sea la respuesta estoy seguro que todos tenemos varias opciones cuando una situación como esta ocurre: 1. - Mandamos a los amigos a la porra (o, en palabras del cómico español Gila, “a archivar monos al Brasil”), o bien 2. - escuchamos sus comentarios, hacemos nuestro propio juicio y salimos adelante sin dejarnos conmover demasiado por cuánto veneno hayan puesto en su apreciación.
Conociendo los enormes descalabros artísticos que el ruso Tchaikovsky sufrió en su vida, muchos de ellos asociados a impresionantes depresiones y sinsabores producidos por la complicada convivencia social que este hombre protagonizó a la menor provocación, nos daremos cuenta que su frágil personalidad y buenos sentimientos fueron vapuleados ante los comentarios ponzoñosos de varios taimados que pensaban, en su momento, ser superiores a Tchaikovsky, y que el pobre músico era menos que bazofia. Uno de esos episodios fue relatado en detalle a su mecenas y confidente secreta, la Sra. Nadiezda Filaretovna von Meck, en una extensa pero reveladora carta fechada en 1878. Ahí narraba Tchaikovsky el encuentro con su querido amigo el pianista Nikolai Rubinstein. Imagine usted que en la Nochebuena de 1874 Tchaikovsky y Rubinstein se reunieron en el Conservatorio de Moscú, antes de que ambos se fueran a cenar, para que el compositor le mostrara al piano la versión terminada de su Primer concierto para piano escrito especialmente para Rubinstein. El episodio deber haber sido uno de los más dolorosos del tránsito de Tchaikovsky por el mundo de los mortales. Dice la carta:Toqué el primer movimiento ¡Ni una palabra ni la más mínima observación! ¡Si tú sabes cuán estúpida e intolerable resulta la situación de un hombre que cocina un rico plato y lo sirve a un amigo que procede a comerlo en silencio! ¡Lo que hubiera dado por tener al menos un amistoso ataque, incluso una palabra de simpatía, por Dios, ya que no había elogio! Rubinstein estaba juntando su tormenta y Hubert aguardaba para ver lo que pasaba y si hubiese cualquier razón para inclinarse hacia uno u otro lado. Yo no quería de ningún modo, frases referentes al aspecto artístico. Lo que necesitaba eran observaciones relacionadas con la cuestión técnica del virtuosismo. El silencio elocuente de R(ubinstein) tenía el más grande significado. Parecía estar diciendo: Amigo mío ¿cómo puedo hablar de los detalles cuando el todo me resulta antipático? Me armé de paciencia y toqué hasta el final. Silencio todavía. Me levanté y pregunté: ¿Y bien? Entonces surgió un torrente de la boca de Nikolai Grigorievich, al principio suave, luego creciendo más y más hasta llegar al sonido de un Júpiter tonante. Resultó que mi concierto era intocable y despreciable; los pasajes eran tan fragmentados, tan torpes, tan mal escritos que no tenía salvación, la obra en si era mala, vulgar, en algunos lugares había plagiado a diversos compositores; solamente valía la pena rescatar dos o, quizá, tres páginas; el resto debía ser arrojado a la basura o compuesto por completo de nuevo. ‘Aquí, por ejemplo, esto, ¿qué es todo aquello?’ (decía él mientras caricaturizaba mi música en el piano). ¿Y esto? ¿Cómo podría nadie? …’ etc., etc. Lo más importante, que no puedo reproducir, es en tono en que pronunciaba todo ello. En una palabra, un testigo imparcial que hubiera estado en el cuarto habría pensado que yo era un loco, un infeliz estúpido y sin talento que había tenido la audacia de mostrar su basura ante un músico eminente. Hubert había percibido mi obstinado silencio y estaba verdaderamente atónito de que una felpa de tales proporciones fuera propinada a un hombre que había escrito ya muchas obras y que había dado un curso de composición en el conservatorio, asombrado de que un juicio aplastante de tal naturaleza, sin apelación, fuera hecho sobre él, que no sería hecho acerca de un alumno con el mínimo talento que hubiera descuidado alguno de sus deberes. Entonces, él principió a explicar el juicio de N(ikolai) G(rigorievich) sin discutirlo en punto alguno, sino sencillamente suavizando lo que Su excelencia había expresado con tan poca ceremonia.Yo no estaba sólo asombrado sino verdaderamente ofendido por toda la escenita. Ya no soy un muchacho que hace sus pininos en la composición de música, ya no necesito lecciones de nadie, sobre todo si se tratan de dar ruda y descortésmente. Lo que necesitaba y siempre necesitaré era una crítica constructiva y amistosa, pero eso no se asemejaba para nada a un juicio amistoso. Era una censura indiscriminada y enérgica, dicha de un modo que me lastimó de inmediato. Salí del salón sin una sola palabra y subí al segundo piso. En mi agitación y furia no pude pronunciar una sola palabra. Luego, R(ubinstein) me siguió al ver cuán molesto estaba yo, y me llevó a uno de los salones más alejados. Allí me repitió que mi Concierto era imposible, me señaló lugares donde debía ser completamente revisado y me dijo que si yo reconstruía la obra por completo en un tiempo breve de acuerdo con sus indicaciones, entonces me haría el honor (!!!!!!!) de tocar mi bodrio en su concierto. ‘No cambiaré ni una sola nota’, contesté, ‘¡lo publicaré exactamente como está!’ Y así lo hice…Posterior a este desafortunado encontronazo para Tchaikovsky, y decidiendo el autor tomar fuerza y no dejarse hundir por la mezquindad, tachó en la partitura la dedicatoria de su Primer concierto para piano y se aprestó a buscar a Hans von Büllow, quien se emocionó con la elección del compositor. A diferencia de las “doctas” opiniones de Nikolai Rubinstein, Büllow sólo tuvo superlativos para la partitura, a la que calificó de “una verdadera perla… tan original en sus ideas, tan noble, tan poderosa, tan interesante en sus detalles…” Ni tardo ni perezoso Hans von Büllow tomó la partitura y la programó para su estreno en una gira de conciertos por los Estados Unidos. Así, el 25 de octubre de 1875 el Primer concierto para piano de Tchaikovsky vio la primera luz en la ciudad de Boston, con Büllow en el piano y bajo la dirección de Benjamin Johnson Lang. El éxito fue, como puede bien imaginar, inmediato para la partitura y su joven autor, y lo cual llevó a Büllow a incluirla en sus conciertos europeos una y otra vez, creando expectación entre otros pianistas como Siloti y Sauer quienes la añadieron a su repertorio. Mientras tanto… Rubinstein se revolcaba de coraje, y con sobrada razón. La première en Rusia ocurrió en San Petersburgo con el pianista Gustav Kross dirigido por Eduard Napravnik el 12 de noviembre de ese año. Sin embargo, tuvo una pésima acogida ya que, a decir de los críticos, “los tempi tan precipitados arruinaron la interpretación”. De toda esta historia de sinsabores para Tchaikovsky y de corajinas para Nikolai Rubinstein alrededor de una partitura genial, cabe mencionar como punto culminante su estreno en Moscú el 3 de diciembre de 1875. La parte solista fue interpretada por el joven de 18 años Sergei Taneyev (alumno de Tchaikovsky y que posteriormente fuera el maestro de Rajmáninov) en lo que fue considerada como una “interpretación modelo”. Y las ironías del destino tenían que llegar también a su punto más álgido pues el director de la orquesta en esa ocasión fue nada menos que el marrullero Rubinstein, quien obtuvo una sopa de su propio chocolate al ver como el público y los músicos en general rendían constantes homenajes a los pies de Tchaikovsky gracias a su fantástico Primer concierto para piano. Los juicios de este hombre tuvieron que lanzarse a la basura y finalmente aceptó que la partitura era estupenda y terminó tocándola como solista en la Exposición Universal de París en 1878. A partir de ahí, muchos otros grandes pianistas-compositores acogieron en sus presentaciones esta obra, como Camille Saint-Saëns, Rajmáninov y hasta Igor Stravinsky.Cualquier análisis del Primer concierto de Tchaikovsky resultaría vago frente a la enorme popularidad que hasta la fecha goza esta música. Lo que sí es interesante notar es por qué tanta gloria envuelve al que puede ser considerado como el más conocido y tocado de todos los conciertos para piano. Ello estriba, seguramente, en lo directo de su lenguaje, en la poderosísima introducción a cargo de los cornos y la proclama intensa y llena de frenesí con las cuerdas que acompañan los primeros acordes del piano. Justamente, el Primer concierto de Tchaikovsky comienza con una de las más extensas introducciones en la literatura pianística, con la saludable cantidad de 106 compases. Por su parte, el segundo movimiento es una exquisita sección con carácter elegiaco y que es puntualizado desde el inicio con un melancólico solo de flauta. Esta sección, “tan rusa”, según Andreyev, fue una de las favoritas del gran escritor eslavo, que encontraba en ella “la paradójica caída luminosa de los demonios personales”. En la sección central de dicho movimiento Tchaikovsky introduce un ritmo de vals que él mismo aceptó haber derivado de una chansonette francesa (Il faut s’amuser, danser et rire). El movimiento final fue también alabado por Alexander Glazúnov, quien reconoció en Tchaikovsky un poder de síntesis tal, “que sólo con este movimiento expresa lo que para otros requeriría la creación de una sinfonía”.Tal parece que el escuchar constantemente en nuestros días este Primer concierto de Tchaikovsky nos hace llegar a la conclusión de que ésta es una obra producto de un acto de amor por el arte y la música, y es la prueba más fehaciente de la lucha por los ideales y por la búsqueda de la belleza que tanto hace falta en el presente. Como muchas cosas en la vida, esta música tan elocuente triunfó frente a la mezquindad… y estamos seguros que lo seguirá haciendo mientras exista la humanidad.


GEORGE FRIDERIC HANDEL (1685-1759)

Música acuática

Ah, el río Támesis! Aquel río que atraviesa de punta a punta la ciudad de Londres, y desde donde se pueden ver en perspectiva (dependiendo el punto que uno elija) la Catedral de San Pablo, el célebre Big Ben y sus Casas del Parlamento y (en una sección un poco sinuosa) la famosa Tower Bridge. Este río que, como el Sena parisino, le da un toque de distinción a la capital inglesa, ha vivido desde tiempos ancestrales guerras, festejos, hambres y pestes, glamour y distinción. Desde las antiguas embarcaciones hasta las movidas a vapor que lo surcan. Emocionante fue, sin duda, ser partícipe del festejo por la entrada del año 2000, en el que la reina de Inglaterra prendió una llama justo abajo de la Tower Bridge y que ésta se propagó por todo el Támesis, como queriendo iluminar uno de los máximos símbolos ingleses.
Pues el Támesis es de capital importancia para los origines de la obra que abre este concierto. Hay que remontarnos al año 1717, y basta imaginar una de las señoriales celebraciones que organizó la casa real. El escenario de tan digno evento fue el magnífico y mencionado río, a lo largo del cual se llevaría a cabo una especie de desfile acuático con toda la pompa, ceremonia y boato que merecía la familia real. Lo interesante de este asunto es que los miembros de la corona, acompañados por una buena cantidad de nobles, surcaron el Támesis en embarcaciones lujosísimas, y para dar realce a tan ociosa actividad el rey Jorge I optó por solicitarle al compositor más famoso en la Inglaterra de aquellos tiempos, Handel, que compusiera una música bien bonita para acompañar la travesía real. Y así fue: la procesión era acompañada con toda fidelidad por una embarcación que transportaba a una orquesta de medianas dimensiones, y que era dirigida por “Mr. Handel”; la obra, como era de esperarse, era una suite de danzas, aires y fanfarrias que recibió la denominación perfecta de Música acuática. La belleza de la música de Handel, y seguramente lo tardado de la travesía de un punto a otro del Támesis (con la tecnología naviera del siglo XVIII), hizo que el rey Jorge le pidiera a Handel que repitiera la interpretación. Y así lo hizo ...¡pero un total de tres veces! Muchas historias y leyendas medio torcidas informan que fue esta Música acuática de Handel la que propició una reconciliación entre el rey y el músico, pues habianse repudiado en algún momento de la vida. Todo se remonta a la época en que Jorge I era el Elector de Hanover y Handel (*) el kapellmeister a su servicio. Resulta que Handel ya era bien apreciado en Inglaterra y pasaba enormes períodos en Londres, olvidando sus obligaciones con quien puntualmente pagaba sus gastos en Alemania. Entonces, el Elector montó el cólera y no quiso volver a saber nada del aventurado compositor. Pero ¡la vida nos da sorpresas!: resultó que poco tiempo después de la rabieta del ilustre alemán, éste ascendió al trono en Inglaterra como Jorge I, y dio ordenes explícitas en la corte que el rechoncho y feliz Handel jamás pusiera un pie en su palacio. Los chismosos afirman que fue gracias a la Música acuática que este músico regresó al servicio de su antiguo patrón. Para ser más exactos, todo lo anterior parecen pamplinas, y le explicaré por qué: Si Jorge I ascendió al trono inglés en 1714 y la mentada Música acuática data de 1717, y algunos datos importantes nos hacen saber que Handel ya llevaba algún tiempo escribiendo para la casa real, entonces no podemos imaginar cómo el rey tenía a su servicio a un hombre que no quería ver ni en pintura. Y para muestra, están las obras que compuso como servicio a la corona.
El caso es que en aquel festejo acuático de 1717 el rey y su familia se la pasaron la mar de bien (¿o debería decir, “el río de bien”?), Handel estuvo muy halagado repitiendo tres veces su larga partitura, y el evento quedó en la memoria de los ingleses como uno de verdadera importancia. Hacia 1741 se publicó el manuscrito de la Música acuática que contenía un total de 25 números musicales, de los cuales únicamente algunos fueron escritos para la fiesta en el Támesis y los demás aparecieron posteriormente, pero Handel pensó que hacían justicia a su obra ya terminada y tan celebrada por el monarca. Sin embargo, los fragmentos más famosos de esta Suite son su Obertura, totalmente escrita a la francesa, el Aire que está imbuido en el ambiente de una canción folklórica inglesa (y que -mucho ojo- puede perder toda su melancolía y elegancia si es interpretada en tempo “andante”; tal parece que lo que mejor le viene a esta pieza es un “quasi adagio”. ¿Puede imaginarlo?), además de una Bourée y la muy deliciosa y famosa Hornpipe (rúbrica, por cierto, de un legendario programa televisivo de Luis Spota en los años setentas y ochentas). Igualmente, el Final es una recapitulación de los sentimientos ceremoniosos expuestos en la Obertura, con toques de trompetas y una majestuosidad que sólo Handel (y, para mi gusto, también lo pudo haber hecho Rameau) podía conseguir con tan perfecta factura.
Hoy día puede escucharse la versión original, que ha sido rescatada por musicólogos y los intérpretes que utilizan el término sangrón y un poco ambiguo de “instrumentos originales”. Sin embargo, la versión orquestal con la interpretación moderna que más se ha difundido en el Reino Unido y, por ende, en muchas partes del mundo, es la de Sir Hamilton Harty, quien supo entender el discurso handeliano, como en su momento también lo transformaran otros músicos ingleses como Sir Henry Wood, Malcolm Sargent y Leopold Stokowski, quien llevó al mundo del disco su muy particular versión del Mesías “en technicolor”.El Támesis, Handel, la familia real ...¡qué tiempos aquellos! Hoy día este humilde redactor sólo puede recordar el Támesis a través de imágenes salpicadas de momentos hermosos ahí vividos: un video que muestra un paseo por el río, pero al son del tercer movimiento de la Sinfonía italiana de Mendelssohn (curioso, ¿no cree?); las innumerables veces que he tenido que cruzarlo, sobre todo en el puente que conecta a la estación de metro y trenes Charing Cross para llegar al South Bank Centre (máximo -y horroroso- centro cultural londinense), algunas con abrigo a cuestas y otras con ropas bastante ligeras; un paseo que me invitaron a dar en un yate, con recepción de champaña y todo lo demás, y en el que un potentado directivo de la industria discográfica inglesa, Michael Letchford, me iba explicando de arriba abajo los edificios que podían verse desde nuestro nada modesto bote; también recuerdo la melancolía y soledad de un frío y nublado día de diciembre, donde -en un puente sobre el río- pasé varias horas viendo al infinito y a las gaviotas que pasaban por encima de mi cabeza, y escuchando cada quince minutos las potentes campanadas del Big Ben; mis ojos rojos de las lágrimas que añoraban encontrarme (y no) con mi patria que dejé por buscar algo más que un sueño. Y, sin afán de sangronada, debo mencionar para finalizar aquel beso maravilloso que me robaron en ese mismo puente diez años después del día nublado y triste, de parte de una persona con quien yo hubiera querido envejecer. Todo ello, y el recuerdo de las fiestas en el Támesis, y que desde ese río puede verse claramente la fachada de la casa donde Handel pasó una buena parte de su vida, me ha llevado a solicitar a mis allegados que, al momento de mi desaparición física, lancen mis cenizas desde aquel puente que yo llamo “del beso robado”, para intentar ser parte de aquella ciudad que tanto adoro. Claro, con ello no pretendo hacerme famoso como Handel y su música para un festín acuático...
(*).- En esa época era conocido como “Händel”, pues hay que recordar que desde que se mudó a Inglaterra y permaneció hasta el final de sus días como “anglófilo” desmedido, tuvo a bien cambiar la forma de firmar -y pronunciar- su nombre, que quedó como en realidad debe llamársele por petición expresa del compositor: George Frideric Handel, en lugar del original alemán Georg Friedrich Händel.
P.D.- En la foto... el Muchi... en sus épocas londinenses... orgulloso del lugar que lo arropó y le dio de comer durante algun tiempo.

GUSTAV MAHLER






























Primera sinfonía en re mayor, Titán

La Primera sinfonía de Mahler (1860-1911), “ein so exzentrische Symphonie” (una Sinfonía muy excéntrica), como la definió Bruno Walter, vio sus primeros bocetos en 1885. Sus rastros más antiguos parecen remontarse a un fragmento a cuatro manos del scherzo, escrito en los días juveniles de Mahler. Terminada el 29 de marzo de 1888 la obra recibió la primera de numerosas revisiones a fines de ese año. Se inaugura con esto una historia de dudas, cambios y nuevas versiones que las sinfonías de Mahler protagonizaron en vida del autor, y –cosa asombrosa- luego de su muerte.
El 20 de noviembre de 1889 fue la fecha del estreno mundial. Entonces no se llamaba “Primera sinfonía” ni “Titán”, y ni siquiera “sinfonía”, sino “Poema sinfónico en dos partes”, y carecía de algún programa o descripción, así:

Poema sinfónico en dos partes-

Primera parte:
1.- Introducción y allegro comodo.
2.- Andante.
3.- Scherzo-

Segunda parte:
4.- A las pompes funebres (sic), attaca:
5.- Molto appasionato (sic).

Cuatro años más tarde, en enero de 1893, Mahler realizó otra revisión y al parecer entonces eliminó el andante. Siempre insatisfecho y presa de una autocrítica feroz, en el verano hizo otra versión: volvió a introducir el andante, escribió un programa explicativo y llamó a la obra “Sinfonía Titán en cinco movimientos (dos partes)”.
El nombre Titán proviene de un libro con ese nombre escrito por Jean Paul (Federico Richter era su nombre real). Nacido en Wunsiedel, este hombre fue un novelista de gran vigor y poder de sugestión, delicadeza y espíritu humorístico. Trata su novela de un joven llamado Albano, quien tras buscar su resurrección política, cultural y amorosa vía un viaje en Italia, retoma a su pequeño principado mediocre y cómodo en busca de la dulcedumbre primaveral de Alemania y vive idilios a la vera de su poder. Aparece también un elemento demoniaco en la figura del amigo-enemigo de Albano, Roquairol. Se trata en realidad de un solo personaje pero partido, que en su advocación de Roquairol produce toda clase de sofismas y apologías más parecidos a necias deyecciones que a pensamientos.
Hoy, la novela ha caído en el mayor de los olvidos, y aún tras su lectura de plano es cosa de echar el tarot para adivinar, si acaso, dónde hay una relación cierta entre el texto literario y la sinfonía de Mahler. Sin embargo, existe una reminiscencia probable justamente en el asunto de aquel andante que Mahler omitió en la segunda revisión de la partitura, una sección delicada llamada Blumine, pero no referente a la novela Titán, sino a una colección de textos de Jean Paul que se titula Herbst-Blumine. Citando al musicólogo Príncipe, “…Blumine, lejos de ser un diminutivo (!) de Blume, flor, significa, en la intención del escritor romántico, ‘colección de flores’, y por lo tanto, ‘colección de flores de otoño’. No se logra ver una relación entre el melindroso título del libro y su farragoso contenido, por un lado, y la página mahleriana por el otro.”
Para la segunda interpretación de la Sinfonía, en Hamburgo, Mahler preparó otro texto, más elaborado, que llama a la obra “Titán, poema musical en forma de sinfonía”. En las nuevas indicaciones programáticas surge otra referencia a la obra literaria de Jean Paul, según el subtítulo de la primera parte de la obra: Blumen-, Frucht- un Domestücke (Un poco de flores, de frutas, de espinas). Pero a pesar de la sugerencia del nombre, aún resulta imposible descubrir la relación entre la música y Jean Paul.Luego de la tercera ejecución en Weimar (1894), Mahler eliminó el Blumine y el programa ilustrativo. Hubo después dos ediciones de la entonces llamada sólo “Sinfonía en re mayor”, ambas sin Blumine. Y vino el silencio: el andante permaneció inédito y oculto durante casi ochenta años.
Mahler mismo llegó a decir: “La Naturaleza abraza todo lo sorprendente, magnífico y amable que nadie parece percibir… Nadie piensa en el poderoso misterio subyacente, en el dios Dionisio, en el gran Pan; ese misterio es precisamente el significado de mi frase Wie ein Naturlaut (Como un sonido de la Naturaleza). Ese es, si acaso lo hay, mi ‘programa’ o el secreto de mi composición.” De tal suerte, con este comentario, encontramos más razón para acercarnos a ese programa original y que de muchas formas nos puede remitir más directamente al espíritu general de la Sinfonía, más que intentar algún nimio análisis:

Parte I: “De los días de juventud.”
1.- Lento. Introducción y allegro comodo. “Primavera sin fin. El introito evoca el despertar de la Naturaleza al amanecer”.
2.- Blumine (Andante) –Esta sección no se interpreta en este concierto-.
3.- “A toda vela” (Scherzo)

Parte II: “Commedia humana”
4.- “¡En dificultades! Una marcha fúnebre al estilo de Callot. Para ilustrar este movimiento, valgan las siguientes observaciones. El estímulo externo en la composición de este fragmento musical le llegó al autor de una imagen caricaturesca conocida por todos los niños austríacos: ‘El cortejo fúnebre del cazador’, que se encuentra en un antiguo libro de fábulas. Los animales del bosque acompañan a la sepultura el cadáver del cazador; las liebres llevan el estandarte, una banda de músicos bohemios avanza al frente junto con gatos, sapos, cuervos y otros animales que tocan instrumentos, y ciervos, gamos, zorros y más animales con vestimentas fársicas, de cuatro patas y con plumas, siguen la procesión en actitudes cómicas. Esta pieza está pensada como la expresión de un ánimo alegre e irónico, y a veces de algo siniestro, seguido inmediatamente por...
5.- “Dall’inferno al paradiso.” (Allegro furioso) “El súbito estallido de desesperación de un corazón herido en lo profundo.”

Es de hacer notar como Mahler utiliza en la sección marcada aquí como cuarto movimiento una referencia muy clara a la antigua canción infantil Frère Jacques (mejor conocida en español como “Martinillo, Martinillo…”), en un ritmo constante, muy lúgubre, protagonizado por el contrabajo y el leve pulsar de los timbales, como representación de la puesta en marcha de aquel cortejo fúnebre.

No cabe duda que, desde el momento en que somos partícipes de aquella vaporosa introducción de la Sinfonía Titán, donde se abre un mundo completamente nuevo y exquisito en el ámbito sinfónico, Mahler estableció a la perfección su credo artístico, su fascinante imaginación cuyo tiempo parece que nunca llegaría. Ese credo bien enraizado en la Naturaleza, una música de la Naturaleza a través del Hombre, desde él, desde su inteligencia y emotividad.Mahler no se equivocó al señalar, durante la segunda revisión de la Sinfonía Titán que: “Ha resultado tan avasalladora que parecería haber brotado de mi corazón como el río de una montaña.”
Y así es. Nunca se equivocó en el dictado de su corazón.

ISAAC ALBÉNIZ

ISAAC ALBÉNIZ

Por cuestiones de genialidad, maestría en sus obras, y sólidos conceptos artísticos, los grandes compositores españoles que se citan a diestra y siniestra en libros y enciclopedias, siempre incluyen en los primeros lugares a las figuras de Tomás Luis de Victoria, el Padre Antonio Soler, Manuel de Falla, y -en lugar de privilegio- Isaac Albéniz (1860-1909). Ello no es descabellado, pues aunque sus colegas antes mencionados fueron piedra angular de la idiosincrasia musical española y sus respectivos catálogos fueron más sustanciosos -aparentemente-, el legado de Albéniz debe ser reconocido como uno de los más sólidos e imaginativos, especialmente en el campo de la música para piano y para guitarra.Nacido, al parecer, con buena estrella, Albéniz fue llamado niño prodigio por el profesor del Conservatorio de París Antoine François Marmontel; a sus siete años, y a pesar de tanto elogio, no fue aceptado en tan consagrada institución. Pero buen pianista era el muchacho, y dado a que este tropiezo tuvo lugar en un momento de su vida en el que no podía ser razón para deprimirlo (como ocurre con todos los seres humanos cuando son tiernos e inocentes), decidió emprender -un año después- una gira de conciertos con su padre por Cataluña. Precoz era también, y con diez años de edad a cuestas Albéniz determinó que se fugaría de Madrid con rumbo a El Escorial, con la intención de convertirse en pianista de un casino. Y solo, solito el tierno muchacho, empacó maletas una y otra vez para ofrecer conciertos en localidades de Castilla. Atribulado por la “vida real”, Albéniz tuvo que sufrir otras aventuras dignas de algún episodio de Indiana Jones: fue asaltado por unos rufianes quienes lo despojaron de su equipaje en uno de esos viajes; de regreso al hogar con doce años no tenía otra alternativa más que volverse a fugar (¿se lo achacaremos a sus hormonas?), ahora con destino a Andalucía.
Llegó a Cádiz, subió a un barco como polizón, y zarpó rumbo a Sudamérica. Ahí se ganaba la vida tocando el piano en Argentina, Brasil, Uruguay y Cuba. Y... ¡Oh sorpresa! En la hoy célebre “isla de Fidel” se vino a encontrar con quien menos quería: su padre. Tal parece que discutieron acaloradamente, pero el triunfador de la trifulca fue el joven Albéniz, quien convenció a su progenitor que le permitiera viajar a Nueva York... y así lo hizo. Recorrió la Unión Americana con avidez, llegando hasta San Francisco, y posteriormente, ya hecho un perfecto “hombre de mundo”, regresó a España en 1873, con la cartera llena de billetes y con una madurez que cualquier muchacho de su edad podría añorar.En esa posición envidiable, Albéniz continuó sus viajes, pero ahora con el propósito de perfeccionar su arte. Trabajó con el célebre Salomón Jadassohn -quien fuera profesor del “Mozart inglés”: Pinto- y con Carl Reinecke. Pero un golpe fuerte habría de llegar a su vida: su hermana Blanca se suicidó un año después del regreso del joven, al ser rechazada del Teatro de la Zarzuela como cantante.Aunque la vida de este hombre fue tan atribulada, lo más importante de su paso por esta Tierra fueron las obras que nos legó, y que muestran un importante paso en el idioma pianístico español con vistas al siglo XX. Su creación total, especialmente de la colección de los cuatro cuadernos de Iberia, está llena de una personalidad musical distinta, original, y no sólo en el ámbito español sino también en el europeo. Justamente, para músicos y estudiosos la obra maestra de Albéniz es, definitivamente, la antes mencionada, y que surgió gracias a la influencia de Debussy. Tiempo después de la muerte de Albéniz su cercano amigo Enrique Fernández Arbós se dio a la tarea de vestir con hermosos y brillantes ropajes orquestales a cinco de las doce piezas pianísticas de Iberia. Como era de imaginarse, cada una de las piezas contenidas en esta colección muestra, de una forma un tanto programática, aspectos diversos de la vida y la música española y a través de las cuales el músico logra expresarse de una manera personalísima y profunda.
La primera de las piezas orquestadas es Evocación, “una página poética perfectamente situada como pórtico de la Iberia”, en palabras de Antonio Fernández-Cid. A continuación viene el Corpus Christi en Sevilla que es nuevamente explicado por Fernández-Cid: “Se trata, desde luego, de relatar una impresión de la celebración del Corpus en Sevilla. Con su característico ritmo de tambores parece acercarse la procesión y bien pronto descubrimos la popular melodía de La Tarara que va tomando vida e intensidad con sucesivas modulaciones y enriquecimiento armónico. Sobre La Tarara irrumpe la copla que se extiende majestuosa sobre el nerviosismo de la música. Nueva aparición de la Tarara en su forma rítmica y tras un desarrollo de gran virtuosismo deja paso a una evocación de exquisitas sonoridades.”Posteriormente viene Triana: “el típico barrio sevillano, lo ha visto Albéniz como una apoteosis de color, lograda con la persistencia de un ritmo de siguiriyas. El tema central es citado por Joaquín Turina como una de las páginas más inspiradas de la historia de la música.” La cuarta de las piezas es El puerto: “Es de suponer que se refiere al Puerto de Cádiz. Hay un ritmo claro de zapateado, en los graves, como bordón de guitarra, que se mantiene como basamento y elemento de unidad a través de toda la pieza.” Termina la orquestación de Fernández Arbós con El Albaicín: “Una guitarra suena en el barrio gitano de Granada. El autor pide melancolía. Luego, tras un silencio, surge –también aquí- la copla.” Es importante decir que en esta sección pueden respirarse influencias orientales de los moros en los gitanos. Claude Debussy llegó a afirmar que, ésta, era una de sus piezas favoritas: “Pocas composiciones pueden llegar a la altura del Albaicín. Uno redescubre fragancias de las noches españolas floreciendo por doquier. Uno puede escuchar los sonidos de una guitarra que canta dolorosa en la noche con repentinos despertares.” Cabe anotar que no sólo Fernández Arbós estuvo interesado en orquestar alguna de la música de Albéniz; también Carlos Surinach dio su aportación a la orquestación de “otra” Suite Iberia. Además, hablando de otras de sus partituras, el mexicano Manuel M. Ponce se dio a la tarea de orquestar la ópera Merlín, escrita por Albéniz en 1905. Y el director de orquesta Rafael Frühbeck de Burgos se dio a la tarea de transcribir la Suite española.La obra antes mencionada es, quizá, no tan sobrehumana en cuanto a alcances técnicos como ocurre en el caso de Iberia. Sin embargo, su importancia es capital en su catálogo. Sobre esta Suite, Antonio Fernández Cid nos informa: “Lleva el número 47 de obra y se cree escrita en los años 1876 y 1877, cuando Albéniz ya tiene clara conciencia de su genio. Granada es una serenata dulce, amable, nostálgica, romántica, primera de las repetidas ofrendas que el autor brinda a la ciudad de los Cármenes. Cataluña es, junto con Catalonia, siquiera con menos importancia que este ejemplo orquestal, la única ofrenda rendida por el músico a su tierra de origen, harto vencida en la producción por otras muchas regiones y, particularísimamente por la andaluza. El fragmento es una ‘corranda’, danza ruda, melancólica, de vuelo relativo. El manuscrito lleva la fecha de 24 de marzo de 1886, lo que viene a demostrar hasta qué punto es peligroso fiarse por completo de referencias cronológicas, ya que en estas colecciones no todos los fragmentos se escribieron en la misma época. Sevilla, en realidad, no precisa comentarios. Se muestra de una de las muestras más populares, fragantes, logradas y personalísimas de todo el catálogo albeniziano. Las ‘sevillanas’ vibran, se estilizan, percuten y hallan contraste para su dinámico despliegue en la copla central (...) y en el romántico período de transición. Cádiz, canción intercalada ulteriormente, coincide con la ‘serenata española’ catalogada con el número 181 de ‘opus’. También se piensa en la guitarra y también la arquitectura rítmica denota la mano maestra del autor, como la dulce fluidez melódica, su inspiración. Por fin, Aragón coincide con uno de los números de las ‘dos danzas españolas’, de la obra 164. Se trata de una fantasía sobre el tema de la ‘jota’, que encierra dos alegres y peculiares coplas.”Y ahí termina Fernández Cid. Sin embargo, en algún momento de su trabajo musicológico dice que existen muchas otras piezas de Albéniz (tanto del catálogo pianístico como del que está dedicado a la guitarra) que se han incorporado con el tiempo en el seno de esta Suite. Ahora falta escuchar la música y recordar las aventuras de Albéniz por el mundo, y encontrar cómo retrata con tanta originalidad las localidades españolas que él adoraba. Definitivamente, se nota que el hombre era un viajero que sabía captar el carácter, a pasión y la belleza de los lugares que pisaba.

La Sinfonía fantástica de Berlioz

Sinfonía Fantástica Op. 14

Episodios de la vida de un artista



























Estoy seguro de que usted -estimado lector- como yo, nos hemos enamorado de alguien aunque sea una vez en nuestras vidas. Y por lo general, el enamoramiento pasional y desenfrenado termina siendo algo así como una infinita imagen onírica.El gran Héctor Berlioz, ese francés llamado por José Antonio Alcaraz “contemporáneo del futuro”, y quizás el más poderoso compositor romántico que existió en el siglo XIX, también se enamoró... y de qué manera.Siendo partícipe de un momento crucial en el arte y la sociedad franceses de su tiempo, Berlioz no pudo ser más que un hombre intenso, lúcido, pasional hasta la médula y un poco extravagante. Y como un firme romántico (en el sentido de la corriente artística) Berlioz alcanzó cumbres estéticas que pocos habían siquiera imaginado. Beethoven puede ser considerado como uno de los afortunados, al estrenar en 1824 su Novena sinfonía Op. 125, y con la que no sólo supo reflejar el sentimiento de hermandad al cual Schiller, el propio músico y la humanidad entera han aspirado -que, dicho sea de paso, a estas alturas nos parece más lejano-, sino también consiguió estructurar uno de los más hermosos y perfectos edificios sonoros de la historia del arte.Pues tan sólo seis años después del “nacimiento” de la Novena de Beethoven, Berlioz lanzó al mundo una obra completamente revolucionaria, atractiva, monstruosa en orquestación y dimensiones colorísticas y armónicas, guiado por su pasión artística y amorosa. ¡Ah, todo por culpa del arrebatado amor de este francés irrepetible, con 24 años de edad y una carrera por demás prometedora!El 11 de septiembre de 1827, Berlioz (enorme admirador del trabajo de Johann Wolfgang von Goethe) asistió en París a ver una compañía teatral inglesa que montaba algunas obras de Shakespeare. Ese día, el joven músico no sólo presenció Hamlet, sino que vio en escena a una delicada actriz de nombre Harriet (también citada en ocasiones como Henrietta) Smithson. La reacción de Berlioz ante la desmesurada belleza de quien encarnaba el papel de Ofelia en esa representación fue una impresionante explosión hormonal. Y espero se me disculpe lo ordinario de tal decir, pero después de ese sacrosanto día Berlioz no dormía, ni bebía, ni comía. Él mismo relata en sus Memoirs: “He pasado varios meses en una especie de estupor inmisericorde del que sólo puedo indicar su naturaleza y su causa, soñando incesantemente con Shakespeare y el hada Ofelia que todo París ovacionó, y contrastando su espléndida carrera y mi propia oscuridad miserable, he pretendido que la opaca luz de mi nombre pueda alcanzarla, dondequiera que esté.”Así pasó Berlioz varios meses errando por las calles de París (¡pobrecito él!), vagando por el campo con la imagen de su amada y visitando uno que otro café parisino donde le metió un buen susto a más de un mesero, ya que en su éxtasis llegaba casi a la catatonia y varias veces lo dieron por muerto.¿Qué hacer para llamar la atención de la divina Harriet? “Resolví -señala Berlioz- en hacer algo que pocos músicos en Francia se atreverían a hacer: dar un gran concierto en el Conservatorio y en el que sólo se toquen mis obras. Así le podré mostrar a ella que también soy un artista.”Una gran idea, que Berlioz puso en marcha inmediatamente. Pero ¡ah, infausto destino!, el concierto se celebró con mediano éxito -aunque el enamorado francés dijera lo contrario- y peor aún: la Smithson ni se enteró de la existencia del evento.Algún tiempo más tarde Harriet dejó París. “No existen palabras para describir lo que estoy sufriendo -escribió el deprimido músico-; hasta Shakespeare nunca ha pintado tan horrible desgracia del corazón, el sentimiento de desolación, el poco valor de la vida y la salvaje confusión de la mente de alguien, el disgusto por la vida y la imposibilidad del suicidio. El gran poeta no ha hecho más, en Hamlet, que narrar ese sufrimiento como uno de los más terribles fantasmas de mi vida. He dejado de componer: mi mente se ha paralizado así como ha crecido mi pasión. Sólo puedo hacer una cosa -sufrir.”(Sniff, sniff...)
Pero, ¿acaso no es curioso notar cómo, cuando nos enamoramos de alguien, hacemos todo lo posible por ahuyentarla(o) a través del asedio pasional?¡Ah!, el buen Berlioz o estaba exento de ello y la fina Señorita Smithson, quien ni remotamente imaginaba el enamoramiento del francés, hacía todo lo posible por huir de él. Berlioz no pudo más y tuvo que relatar a su manera -la mejor- el tremendo drama de ese momento de su vida. Así fue como surgió su Opus 14, subtitulado como Episodios de la vida de un artista, una Sinfonía a la que bautizó como Fantástica.Él mismo relata: “El sujeto de este drama musical es, como todo el mundo sabe, la historia de mi amor por Miss Harriet Smithson, mi angustia y mis sueños miserables.”La Sinfonía Fantástica no sólo constituye la enorme síntesis amorosa de Berlioz, sino que también el mundo fue testigo de la ilimitada genialidad del francés, al trazar una obra en cinco movimientos -poco usual en la época- y con una verdadera legión de instrumentos que podía resultar ruidosa para un público poco habituado a la innovación: entre otras cosas, Berlioz echa mano de dos tubas, cuatro arpas, cuatro trompetas, tres trombones, dos juegos de timbales y campanas para el último movimiento.Para la cabal comprensión de tanta pasión y desenfreno, el autor escribió un programa en la misma partitura de la Sinfonía, donde relata de manera muy intensa cada uno de los impulsos que mueven a los cinco movimientos. Para el primero de ellos (Ensueños-pasiones) “el autor supone que un joven músico, afectado de cierta enfermedad moral que un autor célebre llamó ‘la melancolía de las pasiones’, ve por primera vez una dama que reúne todos los encantos del ser ideal con el que sueña su imaginación. Por una singular rareza la imagen adorada nunca se representa en el espíritu del artista más que ligada a un pensamiento musical, en el que encuentra cierto carácter apasionado, aunque noble y tímido como ese que él presta al objeto amado.“Ese reflejo melancólico con su modelo, lo persiguen sin cesar como una doble idea fija. Esa es la razón de la aparición constante, en todas las piezas de la Sinfonía, de la melodía que comienza el primer allegro. El pasaje de ese estado de sueño melancólico, interrumpido por algunos accesos de júbilo sin objeto, al de una pasión delirante, con sus movimientos furiosos, de celos, sus regresos de ternura, lágrimas, sus consuelos religiosos, es el tema del primer fragmento.”Ya lo dijo Berlioz: la imagen de su amada Miss Smithson se encuentra encapsulada en esta idea fija (idée fixe) que aparece todo el tiempo, primero en la cuerda y posteriormente en algunos instrumentos de aliento (clarinete -en el segundo, tercer y cuarto movimientos-).A manera de un rápido vistazo a lo que sigue en este escrito de Berlioz, podemos resumir que el segundo movimiento (Un baile) nos muestra al atormentado artista en medio de una turbulenta fiesta donde el recuerdo de la amada lo acosa sin cesar. En la Escena en el campo (tercer movimiento), el artista escucha en una suave noche campirana a dos pastores que conversan (corno inglés y oboe -éste último fuera de escena-). Los árboles murmullan con el viento y la gentil naturaleza le trae la paz interior que anhelaba. Pero de repente la imagen de la amada aparece. “Al final, uno de los pastores retoma la melodía pastoril, el otro no contesta más... Lejano ruido de truenos... Soledad ... Silencio.”En la sección siguiente (Marcha al cadalso) el infortunado sueña, envenenado con opio, que ha matado a su amada y es enviado al cadalso para ajustar cuentas. Antes del brusco golpe final, nuevamente se deja ver a la dama como reminiscencia de la fatalidad cometida por el artista.La obra termina con el Sueño de una noche de aquelarre (o sabbat), donde las brujas, monstruos y demonios diversos vienen en tropel al encuentro del artista para su funeral. “La melodía amada aparece, pero ha perdido su nobleza y timidez, ya no es más que un aire de danza grotesco, es ella quien viene al aquelarre... Rugido de gozo a su llegada... Ella se mezcla en la orgía diabólica ... Tañido fúnebre, parodia burlesca del Dies Irae, ronda de sabbat. La ronda de sabbat y el Dies Irae se unen.”
Tremendo éxito tuvo la Sinfonía Fantástica en su presentación en diciembre de 1830. Franz Liszt estaba entre el público, quien a partir de ese momento se volvió un gran admirador de Berlioz. Dos años después el compositor -que seguía enamoradísimo- escribió Lélio, o el regreso a la vida, un monodrama que debía ser tocado junto a la Sinfonía Fantástica pues es su continuación lógica, el renacimiento del artista muerto en el Opus 14.Después de tanta pasión, algo tenía que ocurrir (¡por el amor de Dios!!): poco tiempo pasó al concluir Berlioz su Lélio cuando finalmente Harriet Smithson y él se conocieron a fondo, declararon públicamente su amor y contrajeron nupcias el 3 de octubre de 1833.El francés gritó una vez que vio a la Smithson personificando a otra heroína de Shakespeare (Julieta), que esa era la mujer con la que se casaría; entonces, la premisa pasó a ser realidad. Claro, no fue una sorpresa para nadie que al poco tiempo de feliz unión la pareja se separara; resultó que aquella exquisita Miss Smithson no era otra cosa más que una histérica alcohólica que le ponía los nervios de punta a Berlioz. Además, antes de la boda, la actriz se rompió una pierna al caer de un carruaje que la llevaba a una de sus funciones teatrales, y nunca recobró la “buena figura”, por lo que su carrera se fue a pique y aproximándose peligrosamente a un trágico final.Aunque Berlioz retomó el buen camino de la vida al casarse posteriormente con la soprano Marie Recio, nunca olvidó a su alguna vez añorada “Ofelia”. Escribió en sus Memorias: “¡Mi pobre Henrietta! Después de estar paralizada por cuatro años e imposibilitada a moverse o hablar, dibujó su último aliento en Montmartre el 3 de marzo de 1854. ¡Oh, Shakespeare! ... Nuestro padre en el cielo -si es que existe tal. Solamente él es el buen Dios del alma de un artista. Recíbenos en tu seno. ¿Muerte, aniquilación, qué son? La inmortalidad del genio -¿qué? Oh, tonto, tonto, tonto...”.Ese irresistible cariño que Berlioz llegó a profesar por Shakespeare lo llevó a escribir una ópera sobre Much ado about nothing (Tanto para nada), una sencilla alegoría de todo lo que él vivió con la Smithson.Y nuevamente... tragedia en su vida: su segunda esposa murió en 1862 y cinco años más tarde, su único hijo.Quizás no existió mejor recuerdo del tremendo amor que Berlioz sintió por esa mujer idealizada a través de Shakespeare que terminar, antes de la muerte de Marie Recio, su ópera Beatriz y Benedicto, un gigante mausoleo a su desafortunado, perdido amor y que marcó inclemente su paso entre los mortales.


Preludio a la siesta de un fauno

Preludio a la siesta de un fauno

Fue en 1892 que Debussy decidió tomar el poema La siesta de un fauno de Stéphan Mallarmé para confeccionar una suerte de Sinfonía que incluyera un Preludio, un Interludio y una Paráfrasis final. Después de algún tiempo de trabajar en dicho proyecto, Debussy prefirió únicamente conservar el Preludio, concluido en 1894, y desechó la composición de las dos secciones finales. Dicha pieza tuvo su primera presentación el 22 de diciembre de 1894 en la Salle D’Harcourt de París bajo la dirección de Gustave Doret. El enorme interés que provocó la primera audición de este Preludio, llevó a músicos y público franceses a alabar a Debussy y elevarlo a un pedestal como uno de los más importantes creadores franceses de fin de siglo. Más aún, al caminar el tiempo, este Preludio a la siesta de un fauno constituye el rompimiento con las ataduras wagnerianas (que tanto fastidiaban a Debussy) y la tradición post-romántica en general, dando paso a una renovada aproximación al arte de los sonidos; en otras palabras, con esta breve obra cambió radicalmente el pensamiento estético en la música.Mallarmé tuvo oportunidad de escuchar la versión para piano del Preludio, y le comentó a Debussy que “esta música extiende la emoción de mi poema y enfoca la escena de una manera mucho más viva de lo que había podido hacer el color.”
Debussy proporcionó un programa impreso en la partitura, que es consecuencia de la lectura del poema de Mallarmé, y dice: “La música es como los decorados sucesivos a través de los cuales se mueven los deseos y los sueños de un fauno en el calor de la tarde. Después, cansado de perseguir la huida aterrada de las ninfas y las náyades, se tira al sol enfebrecido, lleno de sueños y deseos realizados, de posesión total en la Naturaleza universal.” Gracias al impresionante control que poseía Debussy al manejar la paleta orquestal, el Preludio a la siesta de un fauno aparece ante nuestros oídos con sonidos y colores verano y una atmósfera diáfana, casi indescriptible. Aquí, conviven dos temas (si así pueden llamarse): el del cálido bosque, que es presentado al principio por la flauta sola, y el del fauno, que se escucha en las múltiples síncopas que aparecen en la parte central de la obra.El Preludio a la siesta de un fauno de Debussy, con toda esa fascinación, belleza y magia, ha sido considerado -con justeza- como la puerta que abrió un nuevo mundo sonoro hacia el siglo XX.

El mar de Debussy, 2a. parte

El mar de Debussy, 2a. parte

La partitura de El mar está diseñada como una serie de “tres bosquejos sinfónicos”. El primero de ellos evoca el poderoso despertar del mar (si así puede llamársele) al despuntar del alba y cómo el sol provee color y vida a sus olas hasta que se levanta majestuoso al mediodía, en uno de los pasajes sonoros más impactantes de toda la historia de la música. Con todo su fino pero ácido sentido del humor, el colega y contemporáneo de Debussy, Erik Satie, se burlaba un tanto del título de este “bosquejo” al decir que la parte que más le agradaba era aquella de las 10:54 AM. La siguiente sección es una magistral exposición musical del juego de las olas, con toques coloristicos en las arpas, apoyadas por el glockenspiel, el triángulo y los platillos suspendidos, en una constante y muy acuática rítmica de ¾. Finalmente llega El diálogo entre el viento y el mar, donde el movimiento perpetuo de la marea parece interrumpirse con los embates de las inclementes ráfagas de viento, concluyendo en una verdadera orgía sonora, colmada de una policromía sin parangón en el arte. Por mucho que este redactor haya querido definir el contenido de la partitura de Debussy, el mero comentario de Rory Guy es suficiente para dejarnos “speachless”: “Intentar explicar El mar en prosa ha sido una prueba harto complicada al paso de los años. Lo grandemente efectista de esta música reside en que es algo más que una simple visualización de un paisaje marino. Apela a las percepciones instintivas. El esplendor del mar y sus regocijos están ahí, así como la sugestión de sus misterios y terrores.”El mar de Debussy fue estrenada el 15 de octubre de 1905 en París, con la Orquesta de la Sociedad de Conciertos Lamoureux, dirigida por Camille Chevillard. Se dice que mucho sufrieron los músicos de la orquesta para trabajar la obra ante la poca compenetración de su director con el lenguaje debussysta; igualmente, la música reflejaba una vanguardia sonora que pocos, muy pocos, podían comprender y, por ende, transmitir adecuadamente. El resultado de todo esto fue que El mar tuviera una pésima recepción en su primera presentación, dividiendo (como suele ocurrir) al público y los críticos. A partir de ahí se desató (para ponerlo en términos hídricos) una auténtica marejada de comentarios en contra de la flamante partitura de Debussy, como: “...la sensibilidad ya no es intensa ni espontánea, creo que Debussy deseó sentir más que lo que en efecto sintió”, “las tres piezas sinfónicas no dan una idea completa del mar, tampoco expresan sus características esenciales”, “... una completa ausencia de ideas”, ente un larguísimo etcétera. Seguramente, como bien dijo un musicólogo, “la decepción fue grande al no poder percibir a través de esta bella e innovadora obra la concentración salina de las aguas descritas, o algún equivalente musical de las sofisticadas teorías de caos actuales que explican y predicen la amplitud y forma de las olas.”Sin embargo, las verdaderas razones por las cuales casi nadie comprendió El mar de Debussy residían en dobles circunstancias: antes que nada, y efectivamente, el compositor francés propuso una obra de gran vanguardia y de extremada sensualidad; y por otro lado, recordemos que la antigua esposa del músico había logrado expandir la cizaña en su contra generando una pésima fama para él, siendo que todos los críticos e intelectuales estaban más a favor de la desgracia de la mujer que de los verdaderos alcances estéticos de Debussy, poniendo como pretexto solamente los errores en su “conducta marital”. No queda duda, estimado lector, que toda obra de arte perfecta siempre suscita comentarios encontrados.En la contemplación general de lo que ha significado el mar para los músicos (sin tener que abordar otras disciplinas artísticas, las letras y la pintura entre otras) vale la pena finalizar con un fugaz repaso de lo que se conserva en pautas y notas musicales haciendo alusión a aquel “viejo amigo” de Debussy. Por ahí tenemos La tempestad del mar, Concierto hermoso de Vivaldi que tan sólo da una pequeña muestra de las diferentes apreciaciones que tuvo en sus obras el músico veneciano de las aguas marinas; también está el Mar tranquilo y próspero viaje de Beethoven (una Cantata) y Mendelssohn (una Obertura); la estupenda “música oceánica” que se escucha en la ópera El holandés errante de Wagner; más allá encontramos las Sea Pictures de Elgar y los cuatro Interludios marinos de la ópera Peter Grimes de Britten; además, existen diversas Sinfonías como la Sinfonía Océano de Nicolai Rubinstein, la Sinfonía del mar de Ralph Vaughan Williams y una más con el mismo nombre de la autoría del belga Paul Gilson.De miles de formas, y por más que hayan existido estas partituras, amén de las críticas de los críticos “sordos” frente a la música del autor del Preludio a la siesta de un fauno, ¿acaso El mar de Debussy no es la pieza musical perfecta para comprender la magnificencia y poderío de ese elemento de la Naturaleza que los seres humanos con tanta cerrazón y estupidez nos empeñamos en desvirtuar, vejar y aniquilar, y nos percatemos de cuánto podemos disfrutar de él sin tener que violentarlo? Cuántas sorpresas aún podemos encontrar en aquel coloso de tonos azules, bello y apacible, feroz y temible.

El Mar de Debussy (1a. parte)

El Mar de Debussy (1a. parte)

CLAUDE ACHILLE DEBUSSY (1862-1918)
En el corazón de la Île-de-France, en Saint Germain-en-Laye, donde alguna vez vio la luz el rey Luis XIV, el 22 de agosto de 1862 inició su ciclo biológico un hombre que, en su madurez, fue llamado con gran respeto por sus compatriotas como “le musicien français”: Claude Achille Debussy. Hablar de este gran artista, así como el placer que nos provoca escuchar su música, nos desarma totalmente por constituir un fenómeno artístico extraordinario. La de Debussy no parece música escrita por un ser mortal, sino como sonidos celestes ante nuestros oídos, fragancias que nos envuelven, colores que bañan nuestros ojos de una luz pura y etérea, una neblina placentera que no nos permite ver lo infortunado de la realidad y solo nos da visos de siluetas y trazos que nos acercan con delicadeza y bondad a un reino que bien podría definirse como el paraíso. Es, la música de Debussy, la voz humanizada del silencio y, al mismo tiempo, el silencio profundo de la humanidad entera.Debussy, el gran Señor Impresionista (así, con mayúsculas) y el único –aunque le moleste a los “ravelianos”-, en su papel comprometido de músico-artista, “pintó” sus obras con una paleta viva, es decir, con los rayos de la luna, las nubes, el agreste romper, el sonido del aulos del fauno, el sol coronando el cielo al mediodía... En suma, los sonidos de este francés, además de impresionistas, son altamente sensuales, como una ventana enigmática donde siempre podemos ver cosas distintas: el arte como una verdadera experiencia sensorial.Una de las primeras influencias de vida de Debussy reside en su gusto por el mar. Nadie, ni el mismo compositor, pudo definir a ciencia cierta el por qué de esta fascinación, aunque existen algunos factores que apuntan a que comprendamos las razones de tal encanto: Cuando tenía seis años de edad visitó Cannes ocasionalmente con su familia, de lo que siempre conservó intensas y sugestivas memorias, especialmente de los paisajes del mar en la puesta del sol. Por otro lado el padre del compositor, Manuel Achille Debussy, siempre quiso que su retoño fuera marinero; la intención del señor Debussy era que Claude disfrutara ampliamente de los secretos del mar que el muchacho definía como su amigo, aunque ahora es bien sabido que tal hecho hubiera llevado su vida entera a un auténtico infierno. Gracias a la intervención de la madre, Victorine Maurony, el entonces pequeño Claude comenzó sus clases de piano y cuando tenía once años de edad pudo pisar el glorioso edificio del Conservatorio de París, convirtiéndose en uno de sus alumnos más destacados. Sin embargo, el cariño y la nostalgia marina habitaban en las venas y los sueños de Debussy. En alguna ocasión confesó: “El mar me fascina hasta el punto de paralizar mis facultades creativas. Es más, nunca he sido capaz de escribir una página de música bajo la impresión directa e inmediata de esa gran esfinge azul.” Juan Vicente Melo ha dicho: “Su reino (el de Debussy) es submarino: hacen sonar las campanas de La catedral sumergida, cantan con la voz sin palabras de Sirenas, pueblan de muerte el diálogo que muchos creen decorativo del viento y las olas en El mar. El universo acuático de Debussy es consecuencia de la fascinación por la muerte, de una organización de la angustia, de un terror que alcanza sus límites en la reconstrucción –en la identificación- con Edgar Allan Poe.” Definitivamente, este análisis es totalmente psicológico pero de enormes dimensiones en la vida del compositor, y de muchas maneras se vio reflejado en sus relaciones personales, como se verá más adelante.Sin resultarnos sorprendente, el compositor despreciaba a rajatabla a los bañistas del mar. En una carta a Jacques Durand, su editor, escribió en agosto de 1906 lo siguiente: “Aquí estoy de nuevo con mi viejo amigo el mar, siempre infinito y bello. Es realmente la cosa de la Naturaleza que mejor pone de manifiesto la pequeñez propia. Sólo que... no la tratamos con suficiente respeto... Debiera prohibirse hundir en él todos esos cuerpos deformados por el bregar cotidiano; en serio, todos esos brazos y piernas batiéndolo con ridículos ritmos bastarían para hacer llorar a los peces. En el mar sólo debiera haber sirenas, y ¿cómo quiere usted que esos respetables seres se muestren en aguas tan mal frecuentadas?”Un año antes de escribir un comentario tan sui generis como el antes citado, venido –definitivamente- de la pluma de un sensualista irredimible y de gusto exquisito, fue que Debussy publicó con el mismo señor Durand la que hoy puede considerarse como su obra orquestal más importante, El mar, comenzada su composición en septiembre de 1903 y concluida, según reza el manuscrito de la partitura, “el domingo 5 de marzo (de 1905) a las 6 de la tarde.” La cubierta de tal publicación muestra algo que, a todos los que imaginan a Debussy en perfecta sintonía con los pintores impresionistas franceses, nos deja con la boca abierta: ahí puede verse La gran ola de Kanagawa, una célebre estampa a colores de Hokusai (1760-1849), aquel gran pintor y grabador japonés. Al respecto de esta estampa escribió lo siguiente Vladimiro Rivas: “Sobre un gran arco de la superficie marina se levanta una gigantesca ola coronada por garras de espuma que amenazan apresar y engullir no sólo a las dos míseras barcas de pescadores, sino aun al nevado y diminuto Fujiyama que ocupa el centro de la imagen. Sorprenden aquí dos características aparentemente contradictorias que también maravillan en la partitura del compositor francés: la fuerza, la majestad, por una parte, y la extremada delicadeza de los trazos y los detalles, por otra.” Esto es perfectamente comprensible al conocer las preferencias estéticas de Debussy, ya que él encontraba más sentido en la música de Java y Japón que en la de autores germanos como Beethoven y Wagner, así como prefería las pinturas del inglés William Turner (precursor, por cierto, del impresionismo pictórico francés) que las de sus compatriotas Monet o Cézanne.Al haber citado, líneas arriba, la disertación algo psicológica de Juan Vicente Melo es fácil entender otra dualidad existente en la partitura de El mar. Aquel enorme poderío que sugería el vasto océano en la vida de Debussy, y la enorme satisfacción que le provocaba el disfrute de la brisa, del rugido de las olas y lo desconocido de sus profundidades, contrasta con lo “atormentado” de su vida personal justamente en los años de composición de esta obra, entre 1904 y 1905. Ocurrió entonces que Debussy rompió sentimentalmente con Rosalie (también conocida como Lily) Texier para fugarse con Emma Bardac, lo cual provocó un sonado escándalo en la comunidad artística francesa; quien salió ganando fue la Texier pues, intentando pegarse un tiro infructuosamente, atrajo la atención de los intelectuales quienes le procuraron su apoyo y, por consiguiente, Debussy fue tachado de ogro malvado y maloliente. Pero el “rompimiento emocional” no sólo protagonizó ese lapso, pues gracias a El mar es evidente el “rompimiento” con el molde absolutamente impresionista de su juventud, mismo en el que Debussy, por cuestiones totalmente estéticas, ya no podía seguir habitando y, cual ola que rompe en un acantilado, el músico tenía ya los ojos puestos en una revolución sonora más importante de su lenguaje armónico, timbrico y temático, como tiempo atrás lo consiguió con su ópera Pelléas y Melisande.